Así se presentaba Carl Sagan a todos nosotros, acompañado por una hoy muy notable polera (suéter/jersey/pulóver) de cuello excesivamente alto en estos días, y también para entonces.
En una nave que cabía en una semilla diente de león, nave llena de luces con formas trapezoidales y una enorme ventana al universo, muchos colores, la excelente banda musical de Vangelis y muchos sonidos autóctonos que sonaban como agradable música, sin dejar de lado los clásicos como Mozart o Beethoven en sus más conocidas obras.
La nave no importaba tanto como la semilla que la contenía, ya que con la semilla se podía estar en una playa griega o en el Sahara profundo en segundos; en el desierto, a pesar de todo, esa semilla sobrevivía. Y como creador de todas las cosas, con mi respeto a los demás creadores, estaba omnipresente el hombre de la chaqueta marrón.
Haciendo algo que muy pocos desde Twain o Verne lograban, y siendo el primero en hacerlo en televisión y en colores: entretenernos.
Ninguna noche luego de la finalización de cualquier capítulo (en mi pueblo los emitían los jueves) dejé de soñar con una idea nueva, o mejor dicho, sí dejé de soñar, porque no dormí durante 3 meses cada jueves desvelado por esa idea nueva que se iba desarrollando sin tanta prisa el resto de la semana.
La combinación, si hoy se redescubre, de atracción sensorial, es irresistible, incluso para papá, que lo utilizaba como método infalible de inducción al sueño; son las claves de la hipnosis y dan resultado luego de una jornada de trabajo duro.
Los más jóvenes o curiosos lo analizábamos, sabiendo que de certezas no había nada, porque él nos lo decía, pero era inevitable plantearse un universo con solo dos dimensiones o un globo de gas vivo en Júpiter.
Barsoom pasó a sustituir a Marte mucho después de que John Carter dejara de ser popular, volvían los canales de Marte, o los dinosaurios de Venus; la Luna, más que un símbolo romántico pasó a ser un lugar romántico. Los granos de arena tuvieron otro significado (doble, el de su cantidad y el de la vida basada en silicio), una UA era medida corriente en los principios de la secundaria hasta para el peor de los alumnos, incluso ellos (o nosotros, que fuimos lo mismo) deseaban desarrollar en el viejo y poco equipado laboratorio de biología la famosa planta oscura.
El universo era sencillo de comprender por dos cosas, porque nos movíamos en bicicleta y porque él nos enseñó que lo era, además de decirnos que la manera más fácil de entender la ciencia era justamente en bicicleta.
Me alegra que no haya nóbeles, o reconocimientos pomposos más allá de premios de su gente querida, la de Berkeley y Cornell o el Pulitzer a los maravillosos Dragones y su rara descripción del título, haciendo recordar a Jonatan Swift.
Un asteroide, un sitio real muy lejano y una rara grabación completan la escueta lista, y está bien; más, contaminaría su nombre y nos sacaría al amigo, al hermano, al íntimo instructor.
Yo creo que más que nada le debemos el habernos despertado la imaginación, y a través de ella incitarnos a bucear en la ciencia, sin tabúes ni miedos, y sin alejarnos de nosotros mismos, enseñarnos a buscar incluso a los Velikovskys y empujarnos a pensar sobre política, moral, ética y religión.
Ojalá la ciencia teórica fuera como él la propuso, sería un muy divertido juego, no un obligatorio material de lectura.
Tuvimos al mejor guía, ya no volverá, pero sus enseñanzas, ya concretadas o aún como nuevas teorías en la mente y papeles de quienes seguimos investigando, viven junto a él ya no en nuestros corazones, sino en nuestros hemisferios derechos, será menos sentimental, pero se acerca más a alguna presunta verdad.
Dieter Mueller
Eterno alumno
Uruguay
Eterno alumno
Uruguay
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